Pierre Gonnord, el buscador de luciérnagas

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Lo vi por primera vez al caer el ocaso, con la mirada perdida, mirando el horizonte,  observando, como si quisiera atravesar la espesura de la inminente noche. Supuse que nuevamente esperanzado; como tantas otras veces, esperando. Sentado en su vieja mecedora, donde unos pies ya cansados se balanceaban lentamente. Y su vista, su mirada, aquella que me había cautivado hace tantos años y que tantos rostros escrutó,  ahora solo se mantenía fija, ausente, como si solamente le importara atravesar la densidad de la noche.

Era un buscador de luz, lo había sido durante toda su vida, aunque ahora, su mirada curiosa solo brilla ante una única obsesión, captar aquella luz tenue que solía iluminar sus noches de infancia.

Es su búsqueda, me limitaba a decir siempre,  es un buscador del último fulgor.

– ¡Son las supervivientes!, defendía enfadado cuando algún insistente periodista nos visitaba para realizarle alguna entrevista. Como siempre, intentaban indagar sobre la intensidad de sus retratos, de sus miradas, pues aunque se habían escrito ríos de tinta sobre ellos, aún no se llegaba a entender el enigma de sus miradas. Cuando lograba al fin que llegara el momento de la despedida, después de dos horas de intenso diálogo, me limitaba a acercarme a él y le susurrarle al oído “Los fotógrafos son ante todo viajeros, son como insectos en desplazamiento, con sus grandes ojos sensibles a la luz que, atropelladoramente forman un enjambre de fosforescentes luciérnagas avisadoras. Luciérnagas ocupadas en su iluminación intermitente, sobrevolando a baja altura los extravíos de los corazones y los espíritus del tiempo contemporáneo” De sobra conocía ya esta frase, que tantas veces releíamos las noches de verano que pasábamos en la casa  de su infancia, en Cholet. Nos entreteníamos en el porche, con una copa del mejor Burdeos, pasando esas páginas roídas ya por el tiempo, de Denis Roche “La Disparition des lucioles. Reflexions sur läcte photographique”. Hacía sentirme de manera especial, pues no escatimaba en utilizar un francés perfecto, incluso recalcaba más la pronunciación, sabiendo de mi ignorancia por esta lengua. Luego, se limitaba a sonreírme sarcásticamente y a traducir lo que había leído.

–          ¿Sabes? Las luciérnagas están desapareciendo. Bueno, en realidad no, simplemente se van. Desaparecen ya que renunciamos a mirarlas, ya ni siquiera nos interesa percibirlas. Hemos perdido la fe en su magia, en su luz. Solo nos queda descubrirlas, imaginarlas, a través de la poesía y la literatura del pasado.

Pasaba las noches de verano despierto, en el porche, esperando a que aparecieran de nuevo, y que iluminaran de forma intermitente la oscuridad de la noche. Como cuando eran niños y se limitaban a correr entre ellas intentando cazarlas y meterlas finalmente como si fueran un trofeo en un pequeño bote de cristal, aquellos que utilizaba su madre para hacer la mermelada. Por la noche, colocaban el bote sobre la mesilla, y  se dedicaban a mirarlas revolotear en el interior disfrutando de un baile mágico donde la luz era la protagonista, hasta que al final, el cansancio y el sueño les vencía.

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Hoy todo eran recuerdos, y noche tras noche, esperaba la llegada de las luciérnagas. Mirando atentamente desde el porche,  un horizonte oscuro, en penumbra,  sin apenas pestañear, hasta que al final, se rendía al sueño  con la vieja Minolta que le había regalado su padre en el regazo. Yo me limitaba a taparlo con una manta de cuadros, que era la que cubría su cama y que había querido conservar después de tantos años; recogía su cámara, – que ya nunca utilizaba- y la colocaba sobre la repisa, junto a todas aquellas fotos que hablaban de un pasado glorioso, lleno de premios y reconocimientos en el campo de la fotografía.

Pierre, había abandonado su país natal Francia, a la mitad de su vida, un día cualquiera, sin pensárselo mucho, decidió bajar un poco más al sur, y  establecerse en Madrid, atraído por el calor de sus gentes, y sobre todo por la luz , una luz que le  embriagaba profundamente llenándolo de energía. Atrás quedaban los días grises de invierno en la capital francesa, donde todo el mundo deambulaba por las calles en silencio, sin apenas esbozar una sonrisa.

Aún así, volvió a la oscuridad más profunda tras un trágico  suceso que cambió radicalmente su vida, una oscuridad que vino al abrigo de una pérdida, de la que solo supo salir bajo el arropo de  las voces de sus amigas la  mezzo-soprano Teresa Berganza y la Soprano María Orán. Escuchar a Rossini y a Mozart, el cariño y la ternura de este encuentro, hicieron que Pierre se decidiera a abandonar definitivamente su trabajo en una empresa de comunicación y se dedicara por entero a la fotografía. El afecto del acercamiento a estas dos divas, más la magia que se gestó en este encuentro al fotografiarlas, hizo que no lo dudara.  A partir de ese instante tenía claro que quería dedicarse a propiciar encuentros, establecer un ritual único entre el retratado y el fotógrafo, un vínculo, que él descubrió como mágico, trascendente, un acto de fe, de entrega, de compromiso. Donde el diálogo que se establece es con uno mismo, como diría siempre parafraseando a Platón

“ Un diálogo silencioso del alma consigo misma”

 Julia © Pierre Gonnord

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© Pierre Gonnord

No se trataba de adquirir un conocimiento, sino de una posesión, de una apropiación de algo, pues todo ser humano, solía contarnos, anhela desde su más íntima raíz, una revelación. Revelar algo, que en su caso vendría de la posibilidad de establecer un  pacto entre la luz y la sombra, sus únicos guías  en su incansable búsqueda de respuestas.

Respuestas que buscó en cada mirada, traspasando inexorablemente con su cámara, la condición sombría en cada rostro. Esa mágica oscuridad de tinieblas donde los rostros aparecen, inundados por ese último fulgor,  que los alimenta, los refleja e irremediablemente los transforma. Conjugándose en la luz, y es ahí donde se produce el  misterio, el enigma, la nostalgia por un tiempo anterior a todo lo conocido, donde el universo era la única luz perceptible, capaz de dar respuestas a la condición humana. Y es por ello por lo que cada rostro se convierte en testimonio, en secreto sagrado, rostros que callan, inundados de silencio. Un silencio de algo que no se decide a revelar, pues sabemos, que irremediablemente ese algo, impide cumplir un destino.

Y es esa carga emocional profunda en cada rostro, la que trasciende. El hermetismo en la mirada, que se traduce en la intensidad de unas raices que curten los rostros de una identidad única, sublime, convirtiendo cada rostro en inmortal, haciendo que actuemos con redención ante la mirada que  nos mira, convirtiendo lo humano y mortal en divino e inmortal. Pues cada una de sus imágenes se permite ser elevada a la condición de icono, donde lo profano no existe, pues solo a través de lo sagrado, nos dejamos arrastrar por su poder transformador en  lo oculto, y lo inaccesible. Y es eso lo que nos intimida, el miedo a poder ser devorados o hechizados por la tenue luz de sus miradas.

Por ello, hay que saber contemplar los rostros de Pierre Gonnord. Mirarlos con toda el alma, es una condición, pues es la única manera de poder liberar toda su esencia y entrar en comunión con ellos.

Sandro. © Pierre Gonnnord

–          ¿Sabes? Me dijo otra de las tantas noches que pasamos en el porche.

–          No es que las luciérnagas hayan sido destruidas, es que ya no deseamos verlas. Hemos perdido el deseo de ver, la esperanza. El hombre contemporáneo, lo mismo que ha sido privado de su biografía, se encuentra desposeído de su experiencia, espropiato Della sua esperienza. Recalcó en un italiano perfecto, parafraseando a Giorgio Agamben.

Fue el conocimiento de esta pérdida de la experiencia, la que suscitó su búsqueda constante, en silencio, convirtiendo su vida en un continuo viaje, donde los encuentros marcaban su cartografía de vida. Una búsqueda que lo llevó por todo el mundo, desde las grandes ciudades, hasta los entornos rurales más recónditos, de destacar los estilos de vida, a interesarse por aquella cara del éxodo, del desarraigo, o bien del peso de la tierra en aquellos agricultores de pueblos ya casi olvidados. Dejándose arrastrar por la búsqueda de esa luz tenue a  punto de desaparecer, de tantos rostros, que más tarde llegaría a convertir en paisajes. “Pues el rostro revela, es el lugar donde la naturaleza, el cosmos entero sale de su hermetismo”, como diría María Zambrano. Nostalgia de la tierra, de los cuerpos que pesan, criaturas de suelo, como solía decir.

Iris © Pierre Gonnord

Iris © Pierre Gonnord

–           “ Die Erfahrung ist im Kurse gefallen”,la cotización de la experiencia se ha derrumbado, decía otras tantas veces cuando rememoraba las palabras de Walter Benjamin. Consciente de que la palabra gefallen (caído o derrumbado), también significaba, además, el acto de amar.

Y es por eso, por lo que durante toda su vida, se limitó a  enriquecer su experiencia, en un acto de amor, pues al igual que las luciérnagas, su luz, surge de un encuentro amoroso, iluminando esa semioscuridad contemporánea con la inmortalidad de cada rostro, de cada ser,  convirtiendo cada acto fotográfico en un acto ritual, cargado de experiencia, de encuentros vitales, que fueron curtiendo su mirada como fotógrafo. Consciente de su necesidad de  restauración, de redención pura, de deuda con la sociedad, de compromiso por y hacia los otros. Pues si de algo era consciente es de afrontar con valentía la condición temporal de nuestra existencia y la extrema fragilidad que nos envuelve, de ahí su humildad y su cercanía.Defendía constantemente la necesidad de recuperar esos fulgores de luz, dentro de la condición humana, aunque fueran tenues, como la luz de las luciérnagas. Una luz que revelara la trascendencia del ser, pues era consciente de que las luciérnagas sufrían nada menos, que la suerte de los pueblos mismos expuestos a desaparecer.

Ya a su vuelta a su pueblo natal, Cholet, le entristecía enormemente la desaparición de tantas cosas, como las pequeñas tiendas, o la charcutería de la esquina, ni siquiera existía ya la vieja tintorería, convirtiéndose en otro pueblo más a punto de extinguirse pues para todo, tenían que desplazarse, a la ciudad más cercana.

Una pérdida que iba acompañada también por su desinterés en estos últimos años de su vida, por seguir fotografiando rostros.

– He agotado toda la luz de las miradas. Solía decir a los periodistas, que seguían insistentemente preguntándose por el abandono a seguir fotografiando. Incluso la fuerza de los paisajes, que tanto le habían cautivado los últimos años de su intensa trayectoria artística, ya no le motivaban. Solo existía algo que hacía iluminar su rostro cada vez que se lo nombrábamos, las luciérnagas, la luz de las luciérnagas. Era lo único que le mantenía en vela cada noche, atento, ante el primer atisbo de luz intermitente. La última luz del conocimiento, como Pierre solía llamarlas.

 Raquel Zenker 

 

4 comentarios en “Pierre Gonnord, el buscador de luciérnagas

  1. Llevo un rato intentando encontrar las palabras que mejor puedan transmitir el placer que me ha producido viajar de tu mano hacia adelante en el tiempo de la vida y las obras de Pierre Gonnord, fotógrafo que admiro, no se que pensará Pierre G. de este texto, yo pienso y siento que también habla mucho de quien lo ha escrito sin ser consciente de ello, como la luciérnaga que no sabe que es luciérnaga , tan difícil ya de encontrar y tan luminosa.
    Teresa Correa.

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